CRÍTICA SOCIALLA FÓRMULA 606No se tema que profanemos el santuario de la ciencia. Estamos ayunos de los conocimientos que son indispensables para penetrar en el templo. Pero desde la puerta o tan lejos como se quiera, permítasenos decir unas pocas palabras. El mundo se ha alborozado ante el prodigioso descubrimiento que da en tierra con una de las causas más poderosas de podredumbre social. Y no es para menos. Estamos llenos de cacas, de pestilencias, de lepras. Somos un organismo putrefacto, cubierto de úlceras, saturado de purulencias repugnantes. Sífilis, tuberculosis, cáncer, endemias y epidemias, trabajan nuestros misérrimos huesos y nuestras flácidas carnes. Nos encorvamos tristemente hacia la tierra que ha de recibir nuestros míseros restos. ¡Lucha titánica la de aquellos hombres sabios que disputan a la muerte sus despojos! Es un éxito, un triunfo colosal, la fórmula 606 que acaba con los estragos de la sífilis. Será otro éxito, otro colosal triunfo el de cualquier otra combinación que ponga coto a la tuberculosis, al cáncer, a la lepra. La ciencia triunfa, triunfará siempre de la corrupción humana. Pero doloroso es declararlo. Los sabios se esfuerzan en vano. Héroes de lo desconocido, laboran por lo imposible. Curarán la sífilis, pero los sifilíticos se multiplicarán mañana; como hoy y como ayer. Curarán la tuberculosis y los tísicos retornarán en el campo y en la ciudad, siempre igual. Ellos no suprimen ni el mal ni sus causas, y el mal resurgirá siempre porque sus causas persisten. Un remedio cura, pero no previene la dolencia. Aun con las vacunas inmunizantes, la viruela y otras enfermedades análogas continúan haciendo estragos. Todo lo que se ha conseguido es disminuir el número de víctimas, que no es ciertamente poco. Para que los esfuerzos de los sabios fueran del todo eficaces, sería necesario que paralelamente a su obra humanitaria se cumpliera otra obra de liberación de justicia, de igualdad. Porque mientras haya hambrientos, habrá tísicos: mientras haya prostitutas y sátiros monos, habrá sifilíticos. Acaso la famosa fórmula tenga por fruto próximo la pérdida de cierta prudencia que escuda a la juventud y la defiende. Y los que viven de la explotación de la mujer y se mantienen del lupanar y se agazapan en la clandestinidad para acumular riquezas, no dejarán ni ahora ni luego de laborar por la persistencia de males que son su negocio y su vida. La organización social con todos sus vicios, con todas sus irritantes desigualdades, con sus tremendas injusticias, es la que invalida la obra magna de las ciencias médicas. En vano que heroicamente se luche contra las pestilencias de la civilización, porque la civilización continúa engendrándolas, multiplicándolas y acaso inventándolas. Las causas de la destrucción son tan indispensables al privilegio como las de conservación. Y como todas las vacunas y todas las fórmulas posibles serán incapaces de renovar la humanidad civilizada, porque ella continuará reproduciéndose tal cual es, los nobles esfuerzos de la ciencia, que podrían ser vida nueva, no serán sino estremecimiento de la vieja vida, remendada y recosida. Nosotros saludamos gozosos a esos hombres que combaten contra el dolor, que luchan por suprimirlo. Pero el dolor de los dolores, el hambre y la miseria, la esclavitud y la ignorancia, que en su proceso de depauperación llevan a la humanidad a una próxima ruina, requiere otros hombres heroicos y otros heroicos esfuerzos: aquellos que sean capaces de renovar el mundo de abajo arriba para que en plena justicia, en plena libertad y en completa igualdad de condiciones, recobremos la salud perdida, la salud que nos haga fuertes y poderosos frente a las adversidades de la naturaleza. Entretanto, ¡bien haya el magnánimo empeño de los sabios, porque él nos alienta a otros empeños que un día u otro harán fructíferos los grandes éxitos de la ciencia actual! (“ACCIÓN LIBERTARIA”, núm. 5. Gijón, 16 de diciembre 1910.) LITERATURAS BÉLICASLos espíritus superiores han dado en la flor de ponderar las excelencias de la guerra. El valor, la audacia, la temeridad, son las virtudes primordiales. La guerra hace los hombres fuertes y heroicos. Las razas se mejoran, progresan, se civilizan por las artes de guerrear sin tregua. De la lucha entre hermanos, a cañonazo limpio, sale la humanidad purificada y ennoblecida. Eso es el anverso. El reverso va enderezado contra el pacifismo. En la dulcedumbre de la vida tranquila, ordenada, amorosa, se agostan las masculinas energías, las razas degeneran y se extinguen. La paz es un narcótico. El mundo se convierte en montón de cobardes y enclenques. De la paz entre los humanos, en la vida muelle y regalada de las necesidades satisfechas, sólo puede surgir la humanidad extenuada. El dilema final se comprende claramente. La literatura actual está impregnada de estos barbarismos guerreros. Como si obedecieran a una consigna, los escritores de los más diversos matices entonan himnos entusiásticos al bélico ardor de los combatientes. Es un flujo y reflujo de la espada a la pluma y de la pluma a la espada. Despierto y en acción el apetito conquistador de las naciones, fluye naturalmente de la literatura el canto épico de las batallas. De los campos sembrados de cadáveres vuelven los cuervos con los picos ensangrentados y con sangre escriben. También cuando vuelven de las charcas escriben con cieno. El literato es lacayo de todos los éxitos. Y allá, en la lejanía, donde la muchedumbre en manada rinde la vida sin saber a qué ni por qué, repercute el rasguear de las plumas belicosas que empuercan de sangre y cieno el papel en que escriben. La sugestión convierte los borregos en lobos. Si la serena, irrefutable filosofía de un Spencer muestra que la humanidad evoluciona rápidamente del estado guerrero al estado industrial; si la voz poderosa de cien genios clama por el término definitivo de las matanzas inútiles; si el griterío multitudinario atruena el espacio en demanda de paz y sosiego, ¡qué importa eso a los serviles y lacayunos emborronadores de cuartillas! Hay una fuerza todopoderosa a quien servir, y la retórica se arrastra humilde a sus pies. Si esa fuerza se llama Estado, la retórica se engalla enderezando el discurso por los senderos trillados de las grandezas y de las heroicidades nacionales. Si se llama Capital, la retórica Se torna financiera y apologética de los grandiosos adelantos de la industria moderna. Si se llama Iglesia, la retórica trueca la pluma por el hisopo, viste el sayón de inquisidor y se postra humilde ante los vetustos muros de las tétricas catedrales. La fuerza triunfante es Dios, trino y uno, en cuyo altar se hace el sacrificio de todo lo que debiera ser más caro al hombre. Pero si la fuerza se llama proletariado en rebeldía, exaltación utópica, pensamiento emancipado, entonces la retórica se alza iracunda, y, sobre la turba soez de los desarrapados fulmina los rayos de su cólera. ¡Miserable ramera que brinda la piltrafa del sexo averiado al ansia loca de todas las decrepitudes! La guerra no engendra el valor y la audacia y la temeridad. La temeridad, la audacia y el valor se prueban descendiendo a la mina centenares de metros bajo la superficie bañada por el sol; se prueban sosteniéndose en lo más alto de un edificio sobre cimbreante tabla suspendida de una deshilachada cuerda: se prueban con el trabajo impasible en el Infierno de las fundiciones y de las forjas; se prueban en las máquinas y los topes de los barcos, en los tenders de las locomotoras, en las bregas con la tempestad, en las rudas luchas con la naturaleza. El hombre se templa en la conquista del planeta que habita, de la atmósfera que le rodea, del espacio sin límites poblado de bellos e innumerables mundos. En la guerra sólo hay un momento de locura tras un supremo esfuerzo del espíritu de conservación. Antes nada, después nada, como no sea cobardía, miedo de perder la vida, horror de la sangre, del bruñido acero, de la bala mortífera. La manada en montón, cobra ánimos apretujándose contra los repetidos asaltos del temor. Y luego, la procesión de inválidos, los detritus de las batallas, las caravanas de vagos, desmoralizados, corrompidos, traen a las ciudades y a los campos el estímulo a la holganza, a la depravación, al desorden, al desenfreno. La guerra tiene por secuela el envilecimiento. La literatura épica es el cebo con que el poder sugestiona a las masas, el espejuelo para atraer incautos a las mallas de la red, hábilmente tendida. Hacen falta borregos, dóciles instrumentos de matanza, gentes propicias al sacrificio, y la literatura belicosa lanza sus estrofas heroicas a la heroicidad de las naciones. ¡Miserable ramera que brinda la piltrafa del sexo averiado al ansia loca de todas las decrepitudes! (“EL LIBERTARIO”, Núm.1 Gijón 10 de agosto 1912.) PROCESO SUMARÍSIMOUn joven picapedrero purga en la cárcel no sé qué tremendo delito. En la cárcel adquiere una grave dolencia. Está vencido, agotado, arruinado. De la cárcel pasa al hospital y allí muere. El anciano padre no resiste tan gran quebranto, y enferma también. Moribundo, le llevan al hospital y allí expira. En pocos días, dos victimas. La pobre, la dolorosa madre se rinde al terrible sufrimiento. Cae a su vez enferma. Está en inminente trance de muerte. Morirá. ¿En el hospital? O en el arroyo. Todo es igual y lo mismo. Nada de sensiblerías. Es de mal tono. Nada de apocalípticas condenaciones. Están pasadas de moda. Sin lágrimas y sin gritos, digamos fríamente que eso es una horrible monstruosidad y que esa horrible monstruosidad hace el proceso sumarísimo de esta maravillosa organización social en que vivimos. Dos mujeres han aventado en El País la triste, la aterradora historia. De los hombres no se sabe que hayan salido voces de indignación; siquiera de reproche. Tan bajo han caído. Cantemos con el poeta galaico: Si este e o mundo qu'eu fixen, Qu'o demo me leve. (“EL LIBERTARlO”. núm. 2. Gijón, 17 de agosto 1912,) CIENCIA OFICIAL DE CRIMINOLOGÍASe ha creado en Francia una oficina de criminología, adjunta al Ministerio de Justicia, con la pretensión de descubrir las leyes sociales de la génesis del delito. Mediante el presupuesto modestísimo de 17.000 francos, se trata de organizar y metodizar el estudio individual de los delincuentes desde el punto de vista fisiológico, del psicológico y del de las influencias sociales. Un grano de anís. Parece que la sociedad francesa se ha alarmado por el creciente aumento de la criminalidad en los jóvenes. Casi todos los apaches son muchachos de pocos años, algunos adolescentes. Los «jóvenes bárbaros» son legión. Poco más o menos, así se expresa un sesudo periodista de la corte. Este sesudo periodista se entrega a muy atinadas y muy ordenadas consideraciones sobre el particular. Ante todo, estima que la escuela laica (oficial en Francia) es uno de los factores de la criminalidad aun cuando «per se» dicha escuela no sea ni amoral ni inmoral, pero que no es, como debiera ser, órgano adecuado de formación moral. De otra parte observa el citado periodista que existe una gran laguna entre el final de la edad escolar y el comienzo del desenvolvimiento del carácter y de la personalidad. En este periodo desaparece la acción tutelar del Estado y disminuye considerablemente la de la familia. El joven de familia obrera entra en el taller o en la fábrica sin preparación y a merced de los perniciosos ejemplos. El joven de la clase media se lanza al comercio, invade la oficina pública o privada e, indefenso, queda sometido a las más perniciosas influencias. No recuerdo si el periodista sesudo dedica también algunas palabras a los jóvenes ricos, aristócratas de la sangre o aristócratas de la banca. Nuestro hombre quiere la tutela del Estado más allá de la Escuela. Está encantado con un programa de preservación moral de la adolescencia acordado por el gobierno prusiano al encomendar al Ministerio de Cultos la tutela postescolar. Y a mayor abundamiento, preconiza la empleomanía científica en las prisiones para estudiar paso a paso al individuo delincuente. Otro u otros granos de anís. El propósito del Gobierno francés, la previsión del prusiano y la perspicacia del periodista significan una sola y misma cosa: el deseo de echar al odre roñoso de la criminología histórica unos remiendos llamativos de ciencia nueva. Así remozada, la sapiencia gubernamental podrá continuar apretando los tornillos de la represión y ejerciendo la «vendetta» social a su entera satisfacción. Extender la tutela del Estado, pretender que el Estado nos acompañe desde la cuna a la tumba como la sombra al cuerpo, es, en todos los órdenes de la vida pública, la obsesión predominante. Frente a la rebeldía de los jóvenes y aun de los viejos bárbaros, delincuentes o no, no queda a las clases directoras otro recurso. Es su lógica. ¿Qué podrá decirnos la ciencia oficial que no esté ya dicho en todos los tonos? Podrá mentir estadísticas, catalogar prejuicios, inventar estigmas, justificar horrores; pero no descubrir y, sobre todo, proclamar una sola verdad, mucho menos si puede resultar en su daño. ¿Qué podrá lograr una mayor extensión de la tutela del Estado cuyos daños no hayan sido puestos ya de manifiesto? Podrá estrujar la personalidad un poco más, disminuirnos, modelarnos, guiarnos a su antojo: pero no habrá de darnos ni un solo adarme de moralidad, mucho menos de salud, de bienestar, de alegría, que serían unos magníficos factores de moralización pública y privada. La escuela laica, oficial en Francia, ¿qué es sino la traducción al lenguaje político de la escuela religiosa? ¡«La formación moral de los jóvenes»! Esto, en palabras recias, quiere decir la castración de los hombres. El boum del aumento de la criminalidad es un tópico del que se echa mano cuando conviene para justificar mayores atropellos, más grandes atrocidades. Es la hidra revolucionaria traducida al idioma de los leguleyos. ¡Ay de los hombres de bien que tiemblan ante estos augurios! La nota de delincuencia caerá sobre ellos y la prisión los engullirá vorazmente. El Estado quiere eunucos, quiere siervos, quiere parias. Está famélico. Si la criminalidad aumenta es porque disminuye atrozmente el bienestar de unos mientras crece, fuera de toda ponderación, el de otros; es porque la alegría se recluye en un puñado de afortunados y se niega a la muchedumbre sin amparo; es porque la salud anda quebrantada en todas partes. Después de los tormentos de la miseria la brutal exhibición del lujo y del hartazgo; después de los dolores y de las lágrimas de la multitud, las bacanales indecentes de los poderosos, alegres con la alegría del mono. Y sobre todo esto, que es bastante, la neurosis, la sífilis, la tisis, el alcoholismo corroyendo las entrañas de la humanidad. ¡Son un grano de anís estas causas fisiológicas, psicológicas y sociológicas de la criminalidad! ¿Qué ridículo remedio se pondrá con esa ridícula ciencia oficial a 17.000 francos anuales? ¿Qué ridículo remedio se pondrá con esa ridícula tutela postescolar, con esos empleados científicos en las prisiones? ¿Qué ridículo remedio proporcionaría la vuelta a la escuela religiosa, ni peor ni mejor que la escuela cívica, tan cara a los republicanos? El pan, el pan, señores hartos; el pan para el cuerpo y el pan para el alma; el bienestar, la alegría, la salud para todos: ese es el remedio, señores imbéciles de la ciencia oficial, del periodismo profesional, del hampa política que sólo os proponéis continuar el estruje de vuestros rebeldes subordinados. Bienestar, alegría, y salud, ¿cómo podríais darlas? Emplastos de ciencia, cataplasmas de educación no bastarán a contener el avance humano por la conquista de cuanto tenéis detenido y detentado y por tenerlo lanza al crimen a la multitud desheredada Los bárbaros llaman a vuestras puertas de granito. Abridlas o serán derrumbadas. (“EL LIBERTARIO”, núm. 3. Gijón, 24 de agosto 1912.) LOS QUE IMPERANA medida, que adquiere el burguesismo su pleno desenvolvimiento, se acrecienta el imperio de los mediocres. En todos los órdenes de cosas triunfan las medias tintas, lo indefinido, lo anodino. En el de las ideas, las mayores probabilidades de éxito corresponden a los que carecen de ellas. En el de los negocios y el trabajo a los que, ignorándolo todo, parecen saber todo. El fenómeno es fácilmente explicable. La burguesía se ha dado buenas trazas para que todas las actividades y capacidades sociales concurran a la caza de la peseta. Ha sentado como axioma que para ser buen comerciante es un estorbo la abundancia de conocimientos. Ha reducido a máquinas de trabajo a los productores. Ha convertido en sirvientes a los artistas y a los hombres de ciencia. Ha suprimido al hombre sustituyéndolo por el muñeco automático. El resultado ha sido fatalmente la multiplicación de las nulidades con dinero. Dentro de poco gobernarán los imbéciles. El triunfo es totalmente suyo. La fatuidad de estos horrendos burgueses que Ilenan la vía pública con su prosopopeya y su abultado vientre; la soberbia de estos burdos mercachifles que apestan a grasas y flatulencias; el ridículo orgullo de estos sapos repugnantes que graznan con tono enfático, son las tres firmes columnas de la mediocridad vencedora. Por donde quiera, el hombre inteligente, el artista, el estudioso, el sabio, el inventor, el laborioso, tropiezan indefectiblemente en esas moles de carne de cerdo con ata vio de personas. Son la valla que cierra el paso a toda labor creadora, a toda empresa de progreso, a todo intento de innovación. Para la burguesía es pecaminoso pensar alto, sentir hondo y hablar recio. No hay derecho a ser persona. Serviles de nacimiento, no transigen con quien no se someta a su servidumbre. Poco a poco van poniendo a todo el mundo bajo el rasero de su mísera mentalidad. Y así dirigen la industria gentes ineptas; gobiernan el trabajo hombres inhábiles; está en manos de los más incapaces la función distributiva de las riquezas; de los más torpes, la administración de los intereses. Sobre todo esto se levanta la categoría privilegiada de los holgazanes avisados que maneja el cotarro público. Si algún hombre de verdadero valor alcanza la cumbre, allá arriba se degrada; se envilece y claudica. Prontamente va a engrosar el numeroso ejército de la mediocridad triunfante. No se pregunte a nadie cuánto sabe y para qué sirve, sino cuánto tiene en dinero o en flexibilidad de espinazo. Poseer o doblarse bastante para poseer: he ahí todo. Con semejante moral los resultados son, en absoluto, contrarios al desarrollo de la inteligencia y de la actividad .Por debajo de la aparatosa fachada del progreso y de la civilización, bulle la ignorancia osada, dueña y señora de los destinos del mundo. Con semejante moral se convierten en estridencias de pésimo gusto las más sencillas verdades proclamadas en alta voz. Cualesquiera idealismos, aspiraciones o generosas demandas, son traducidas por la turba adinerada como delirios insanos cuando no como criminales intentos. La locura y la delincuencia empiezan donde acaba la vulgaridad y la ramplonería del burgués endiosado. El imperio de los mediocres acabará con el vencimiento de la burguesía. Entre tanto será inútil disputarse el dominio del mundo. («EL LIBERTARIO», núm. 20, Gijón, 21 Diciembre 1912.) LA LIMOSNA DE UN DIAMadrid, la ciudad de la muerte, se ha estremecido ante el doloroso calvario de la tuberculosis. La visión de la vida que se extingue lánguida y tristemente en la flor de la juventud, ha llenado de pavor los corazones, de reprobación los cerebros, de miedo insuperable las almas. Y la rutina se puso en camino de organizar la caridad, cubriendo de aromas y de flores las inconfesadas culpas que depauperan y aniquilan la raza. Se ha conseguido ahuyentar el pavor, la reprobación y el miedo. Se ha logrado que la conciencia calle y que al gesto del dolor humano que borra las castas y extingue los antagonismos, suceda la loca alegría que alboroza en calles y plazuelas, inconsciente de su responsabilidad e ignorante de su castigo. Las jóvenes burguesas y los jóvenes artistas que divierten al público a tanto por hora, han hecho derroche de gracia, de belleza, de abnegación por arrancar unas pesetas al sexo arrogante de la fuerza que claudica ante la sutileza de unas faldas que crujen suavemente. Ellos las han lanzado a la calle organizando la limosna de un día; ellas han obedecido los impulsos de su sensibilidad exquisita, capaz de amparar todas las angustias y de mitigar todos los dolores. Ellos han preparado una farsa, ellas han hecho un alarde de amor al prójimo. Tan burguesas como se quiera, esas jóvenes valen mil veces por sus vetustos inspiradores. Allí está la inconsciencia de toda culpa; aquí la certeza de una responsabilidad exigible, de un delito consumado a toda hora, de un crimen social impune. Se ha organizado la limosna de un día; ¿y qué será la limosna de un día ante la miseria y la extenuación de cada instante que agota tantos millares de existencias juveniles, empobrecida la sangre, corroídos los pulmones, deshecho el organismo entero? ¿Qué será una y todas las limosnas posibles ante la pertinacia de la explotación del trabajo, del hambre organizada, de la pobreza envilecida? ¿Qué será de esos sentimientos caritativos ante la formidable realidad irreductible que emerge de la desigualdad social y económica? Satisfacción a la hipocresía ambiente, de un lado, satisfacción a la sensualidad femenil, de otro. Y nada más. Unas cuantas almas generosas habrán demostrado que hay algo que no es ruin egoísmo y sórdida avaricia en la especie humana; otras cuantas almas decrépitas habrán creído probar que no son insensibles a los dolores del prójimo y que al prójimo han rendido tributo de solidaridad y de amor. Pero la tuberculosis continuará triunfante su camino de muerte; los campos, las minas y las fábricas seguirán arrojando pulmones rotos, estómagos exhaustos, organismos arruinados; y la multitud explotada proseguirá famélica su sendero de espantosos sacrificios a pesar de todas las limosnas. Un sanatorio en cada ciudad, en cada villa y en cada aldea, y todos las posibles millones de la piedad embustera y del amor bien sentido, no serían bastante para curar un mal que arranca de la raíz misma de nuestra organización económica. El capitalismo y el industrialismo; el monopolio en la ciudad y el latifundio en el campo; la explotación por doquier, crean las riquezas inmensas de unos; labran la miseria insondable de otros. El hambre es consustancial de la civilización; la tuberculosis es su resultado fatal. Lo saben bien los mismos que organizan estas limosnas en busca de gratitudes humillantes; lo saben bien cuantos tienen en sus manos el pandero de la gobernación y de la explotación públicas; lo saben bien, los predicadores de caridad, los mantenedores pretendidos del derecho, los que presumen de distribuidores de justicias. Lo saben bien y no ignoran la importancia de su mentida piedad; pero la gaveta tiene una lógica inflexible, la explotación un rigor matemático y sería inútil pedir peras al olmo. La caridad nada remediará, mas dejará tranquilo al burgués. EL modelo físico - digamos con Le Dantec - de todas las caridades se encuentra admirablemente ilustrado en este cuadro de un cuentista italiano: «Un patricio sumergido en las delicias de Capua, y que suda viendo a un esclavo partir leña.» (“ACCION LIBERTARIA”, núm. 1, Madrid 23 de mayo de 1913) LA ESPUMAUn crimen horrendo ha sido descubierto en la capital de España. EL éxito, tardíamente obtenido, se lo disputan todos: periodistas, agentes de policía y policías de afición. El beneficio, contante y sonante, del descubrimiento del delito, va a las cajas de la prensa de gran circulación, que estos días ha hecho absoluto abandono de los asuntos públicos. Sus nutridas columnas son insuficientes para relatar, de todas las maneras posibles, las cosas más espantables. Sin duda, no es ahora oportuno velar con los pudores de la moral corriente las suciedades más repugnantes y las infamias más horribles. Prensa y público, pasado el primer momento de asombro, parecen gozosos de refocilarse con las más repugnantes escenas de bestialidad. Que sepamos, nadie se ha parado a considerar cómo durante tan largo tiempo se han podido cometer monstruosidades tales entre gentes que vivían en la ponderada esfera de las personas decentes, cultas, bien educadas. Porque es lo cierto que, de los largos relatos de la misma prensa, resulta que el estupro, el asesinato, el juego y la prostitución figuran en el haber de ciertas categorías sociales de una manera tan considerable, que invita a dudar si el hampa verdadera se cobija en cuevas y sótanos o en edificios pulcros y bien amueblados; que sugiere la idea disolvente de que las clases que se dicen superiores están absolutamente degradadas. En el desmedido afán de información, se nos ha hecho ver que no se trata de un crimen personal aislado. Se está haciendo Un terrible proceso del mundo social en que vivimos. La espuma arroja ahora a la superficie todas las inmundicias. Danzan a un mismo tiempo los garlitos y los círculos aristocráticos, las grandes cocotas y las miserables callejeras, los aficionados y los profesionales del vicio, del delito, del crimen. Hay una porción de cosas que se desmoronan. No es menester señalarlas.
No falta quien hable de regresión a la barbarie. Pero ¿hay algo semejante en el hombre prehistórico? Nada nos permite afirmar de nuestros antepasados análogas abominaciones. En la lucha por la vida, como quieren algunos que haya sido durante las primeras edades, habrán podido llegar los hombres al canibalismo por necesidad, por hambre no saciable de otra forma. Lo de ahora es cosa muy distinta: es el fruto, es la espuma de la civilización; es también el corolario de aquellas teorías que, con nombres nuevos y sonoros, quieren justificar todos los desmanes, todos los horrores del canibalismo dorado y bien vestido. Van desfilando por las columnas de los diarios depravaciones, vilezas, estafas, porquerías, robos, asesinatos. A mayor abundamiento, se recuerdan terribles delitos impunes cuya génesis quedará para siempre olvidada. ¿No es ésta la revelación de un estado social de envilecimiento, de decadencia? El mismo hecho de que al presunto delincuente se le trate a cuerpo de rey, puesto que la prensa le lleva la cuenta de los filetes que come y sus preferencias por los buenos manjares, ¿no pone bien de relieve cómo hasta en esto de la delincuencia bestial hay categorías, y cómo es posible aún que la multitud halle atenuaciones para la infamia decente mientras es capaz de ensañarse con un demente, con un fanático o con un pobre enfermo de irremediable epilepsis? Si nosotros tuviéramos poder bastante, habríamos hecho de modo, por respeto a la dignidad humana, que ninguna de las abominaciones de estos días trascendieran al público. Una humanidad que se juzga capaz de esos horrores está decapitada moralmente. Ni los gritos de indignación, ni las airadas protestas, ni la exaltación de la ética en uso, la limpia de las excrecencias que la espuma va arrojando con motivo de una abominación inconcebible. Tratárase de seres egoístas, solitarios de la vida, desesperados de la existencia, hampones de lupanar y de garito, sin amores a su rededor, sin ternuras y sin caricias que no sean mercenarias, y aún tuviera explicación la horrible tragedia. Pero hay de por medio hermanos, hijos, niños inocentes, la familia amorosa, presa de ansias y de cuidados, y no existe, para nosotros, explicación posible fuera de la decadencia bestial a que nos conduce la civilización con todas sus aberraciones políticas, sociales y religiosas. Sin duda, por el fruto se conoce al árbol. Y si en el mundo todas las cosas obedecen a un determinismo en que concurren herencias del pasado y adquisiciones del presente, dígasenos si la actualidad aterradora de estos días no hace el proceso y dicta la sentencia contra un orden social, en que, a poco que se haga, habrá que buscar un hombre honrado con la linterna de Diógenes. La espuma, la fétida espuma, pone a borbotones, sobre la superficie todas las impurezas de una sociedad moribunda. (“ACCION LIBERTARIA”, núm. 2. Madrid, 30 de mayo 1913.) REGIMENTACIÓN Y NATURALEZA
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