ENSAYOS FILOSÓFICO- LITERARIOS


LA TRISTEZA DEL VIVIR


Canten otros «la alegría de vivir». Quien ha visto siempre de frente la vida, quien lleva en los labios continuamente la sonrisa y el alborozo del colegial, incapaz de sostener diez minutos seguidos un sentimiento penoso, quiere cantar hoy la tristeza del vivir.

Contra las profecías infundadas de un amigo, no tengo nada de hipocondríaco; mis horas tristes pertenecen a los veinte años, cuando al caer de la tarde venían sobre mí las melancolías de la terriña, las dulces melancolías que me arrancaban hondas canciones. Ahora, ahora, ya entradito en años, no queda más que el disgusto de que no vengan aquellas melancolías con igual intensidad. Después, si alcanzo la vejez, volveré acaso a las murrias de mozalbete, pero no seré jamás un pesimista, ni teórica ni prácticamente. Salud, sobre todo, para ver y saber.

No me siento de ningún modo Schopenhauer y, sin embargo, pienso muchas veces como él «que no vale la pena el vivir».

¿Soy pesimista? ¿Soy optimista? ¡Horror me dan las teorías! No soy ni lo uno ni lo otro; miro simplemente de frente a la vida, entiéndase a la vida tal cual es; sueño luego la vida posible y deseable, la vida digna de ser vivida y se me atraganta la forzada tesis de la alegría de vivir.
La tristeza de vivir es lo firme para un alma que siente y un cerebro que piensa. ¿Hay más feroz tortura que la de llevar en la sangre todos los anhelos del bien, de la justicia, del amor y quemarse al contacto de todas las maldades, de todas las injusticias, de todos los odios? Se necesita vivir muy para sí mismo, o casi en los términos de lo imposible, o ser muy bestia para cantar la alegría de vivir.

Mirad a la vida privada: nada hay que no esté tocado, envenenado por la envidia, por los celos, hasta por el rencor. Las más bajas pasiones, los vicios más puercos, los sentimientos más degradantes nos empujan sigilosamente en una guerra despiadada de víboras, a dentellones con toda humana razón, con toda humana bondad. Si queréis permanecer puro y sano, os despedazan a mansalva y sin compasión. Ni aun se consiente ser bueno. Y cuando os habéis imaginado en posesión de una conciencia elevada, de una conducta severa, reparáis, a lo mejor, que muerde allá dentro cobardemente el mal, la bajeza, la basura hereditaria de universal patrimonio. Entonces os sube la amargura a los labios y exclamáis: “No vale la pena vivir”.

¡Qué terrible lucha! Forcejear continuamente contra sí mismo; atreverse a pasar desdeñoso sobre las miserias, pelear contra todo y contra todos, y verse de pronto cogido en las redes de la propia mezquindad, de la propia pequeñez, no hay optimismo que no ceda y claudique!

Sí; por la vida digna de ser vivida hay que cantar la tristeza de vivir. La tristeza mental, la tristeza de la razón, que cae como nube funeraria sobre las carcajadas de la carne, del organismo entero que quiere expansionarse sin importarle un ardite del dolor y de la miseria ajenos.

Ampliad un poco el círculo de observación. El mundo político, el mundo de las ideas, el mundo literario y artístico, el gran mundo del trabajo. ¿Qué os parecen?

Los hombres aseméjanse a muñecos que repiten la consabida frase o la aplauden estrepitosamente. No hablemos de las mezquindades, de las farsas, de las ambiciones, de los crímenes, ostensibles de la vida pública. Es moneda corriente que no quita ni pone a la honorabilidad de los señores del margen. ¡Qué gran vergüenza haber llegado a tal extremo!

Fábricas de programas, de doctrinas, de teorías, como las de quincalla barata, están dirigidas por las eminencias más afamadas. Cada prójimo se aferra a su tesis y trepa por la escalera sin fin de la audacia de vivir, de vivir a toda costa, al precio de la indignidad, del engaño, de la explotación, hasta del robo y del asesinato. ¡Oh, la alegría de vivir!

Y no sólo los directores. La multitud imita, si no es que obra por impulso propio de la propia manera. La multitud, todos, adopta su postura, elige su filosofía y gravemente, seriamente, lucha a brazo partido por lo mejor de lo mejor; una patarata aprendida de carrerilla en cualquier sosaina letanía del primer tunante a quien plugo enseñar las artes especiales de su especial quiromancia.

Lo esencial es atrapar un nombre, darse una doctrina, encasillarse, ostentar una etiqueta y jugar luego a los partidos, a las escuelas, a las iglesias. ¿Convicción, creencias, fe, sinceridad? ¡Bah! La inmensa mayoría ni se cuida de encubrir el engaño. No se juega a todas esas cosas inocentemente. Cada uno va impulsado por ambición, por envidia, por codicia, y las más ruines pasiones son el motor verdadero de toda agitación.

Mas ahí están los artistas, los grandes artistas, para embellecer la vida. ¡Qué enorme montón de torpezas, de amasijos bárbaramente preparados! Ellos también trepan como pueden por la empinada cuesta. Cantan el asesinato colectivo postrándose a los pies del César triunfante; pintan las excelencias de la vida de rebaño; dirigen salmos al poderoso e himnos gloriosos a las sanguinarias hazañas de los aventureros de la patria; tienen sus dioses, sus sacerdotes y hasta sus eunucos. Son tan inmensamente grandes que al menor rasguño de la envidia se desnudan ante el respetable público y muestran el horrible esqueleto carcomido, agujereado, polvoriento ya. Y entonces ellos también procuran atrapar una etiqueta, y, una vez atrapada, batallan denodadamente por el realismo, por el romanticismo, por el decadentismo, y también... por el esteticismo. El the struggle for life, digámoslo en inglés para mayor claridad, ello es necesario para alcanzar las cumbres de la gloria. Y a la verdad, y a la justicia, y a La humanidad, ¡que las parta un rayo!

Perdona, lector, que no concluya todavía. Estoy en vena de que me zurren los que cantan la alegría de vivir.

Espera un poco, que ahora le toca el turno a la gran colmena social, al mundo del trabajo. ¿Ves todos esos borregos que van y vienen de la fábrica a la pocilga, del sembrado a la cueva, de la buhardilla a la oficina? Pobres maniquíes que trabajan como bestias, ¡y qué cobardes son! Pues ellos también tienen su corazoncito. Ahora, en el gran vendaval socialista, siguen a los otros, a los fabricantes de programas y de doctrinas, juegan a los comités y a las elecciones. De vez en cuando corre la sangre: se dejan asesinar como mansos. Es que la alegría de vivir los arrastra a la locura. ¡Y cuántas, y cuántas bajas ambiciones, cuántas pobrezas, cuántas sordas contiendas por pasar delante en la peligrosa ascensión por la escalera del deseo! Los jefes, los directores, los que despotrican en los periódicos adoptan asimismo su postura correspondiente y, por la emancipación social de los pobres, a los pobres dividen por el eje llevándolos al fangal de la lucha miserable en que sólo se debaten las ruines ambiciones, las codicias innobles.

Si, como ha dicho no sé quién, es burgués el que piensa bajamente, ¡todo es burgués en el mundo que tenemos la alegría de vivir!

Ya sé; ya sé que no es solamente basura lo que rebosa del pozo. Hay hombres enteros, verdaderamente grandes; hombres de fe y de sinceridad, así entre los que descuellan por su genio y por su talento como entre los humildes que vegetan en el silencio, ignorados del todo; hay hombres, hombres de verdad, en cualquIer parte. Para éstos precisamente es la tristeza de vivir, la tristeza mental, de la razón. Para éstos es la tristeza de vivir porque la realidad malsana en que se mueven ahoga toda su potencia vigorosa de bondad y de justicia. ¿Cómo podrían entregarse a la alegría intelectual si todo lo que perdura en rededor es deleznable y vergonzoso? Su refugio es la lucha, la lucha por el bien, por la regeneración del hombre, por la renovación del mundo. Pero la lucha es dolor; es tristeza, es forzamiento brutal de la propia bondad, de la justicia bien sentida. Y, pues, luchar equivale a dolor, la tristeza de vivir, por fecunda que sea en el hombre de bien, es fatalmente la carcoma del corazón y del cerebro.

Repugna, cuando se posee una sensibilidad medianamente desenvuelta, el contacto con todas las porquerías de la vida privada y de la vida pública. Asquea el estómago el continuo razonamiento de la honorabilidad mentida, la justicia ficticia, el amor afectado, la amistad simulada. ¡Desdichado el que va por el mundo en la confianza de su natural bondadoso y recto! Cada desengaño será un hierro candente que le achicharrará la carne. Y los desengaños, uno tras otro, le llevarán lentamente, lentamente, a la tristeza de vivir.

¿Revolverse contra el mal? ¡Oh, sí, es necesario! Allá, en la lejanía, asoma el sol fulgente de la nueva vida, la vida digna de ser vivida. La multitud que se refocila en las suciedades de una existencia vergonzosa, la degradada por el azuzamiento de la codicia, de la ambición, de la envidia, de los celos, del odio y del rencor, vendrá a los senderos de la justicia y del amor, porque en cada hombre palpita el anhelo de renovación sostenido por la llama del bien, medio apagada en el transcurso del tiempo infame que nos condujo a la vil y actual negación de nosotros mismos.

Esta vida que algunos quieren que nos inspire la alegría de vivir, trae a mi pluma una palabra sucia...

Perdona, lector; no osaré escribirla. Es la alegría de vivir que estuvo a punto de tornarme grosero.

(“NATURA”, núm. 5. Barcelona, 1° de diciembre 1903.)






PEQUEÑAS COSAS
DE UN PEQUEÑO FILÓSOFO


Cada vez que he intentado representarme la humanidad, se me ha ofrecido como un tropel de animalucos en marcha sin saber por qué ni para qué, ni hacia donde. Al parecer, algunos de estos animalucos, mejor ataviados que los otros, cubiertos de cintajos, plumas y otros menesteres, dirigen el tropel. Realmente no dirigen ni son dirigidos: marchan también, como los otros, en la inconsciencia de la causa, de la finalidad y de la dirección.

El tropel humano se nutre y viste como las personas. Hay de todo: harapos y sedas; faisanes podridos y podridas raspas de arenques, brillante pedrería y pestilentes pústulas. A lo largo del camino van quedando los fatigados y los vencidos sin que el resto se inquiete por cosa de tan poca monta. Todos se empujan, atropellan sin miramientos. Es preciso caminar siempre para no llegar nunca. ¿Por qué, para qué, hacia dónde? ¡Qué importa!

Y el tropel, a ratos, se encrespa. Luchan unos con otros, estos bichos extraños de que no habla la fauna. Inventan cosas maravillosas, estupendas, para mejor y más pronto aniquilarse. Siempre destruyéndose y siempre renovándose, la caminata continúa invariable en el flujo de millares y millares de seres amontonados al azar cosidos los unos a los otros, pugnando siempre por zafarse del incómodo atadero.

¿No llegará un día de plenitud para la humanidad?

El hombre es todavía un animal en dos pies. Tiene la presunción de razonar. Cuando razone, el hombre se habrá hecho hombre y la humanidad culminará en el pináculo de una finalidad, de una causa y de una dirección conscientes. Por eso algunos lo han inventado torpe y cruel como ellos mismos; fiera como la fiera de que está formado el tropel humano.

Superarse no es regresión a la animalidad, es avance a la humanización. Presuntuosos de una filosofía de bestias, han desconocido la filosofía de los hombres.

El hombre se hará hombre por su individualidad y el tropel humano habrá de superarse por la solidaridad. Dos enormes fuerzas que concurren a la plenitud de la humanidad. Separadas, no darán jamás sino frutos de barbarie, rebaño de borregos y manada de lobos.

(ACCIÓN LIBERTARIA», núm. 14. Gijón, 17 de marzo 1911.)


* * *

Huyo de la ciudad. Estoy apestado de insignificancia y bajeza.

Calzo mis burdas botas de campo, calo el chambergo de anchas alas, empuño recia vara de fresno y tomo monte arriba. Entre retamas y pedruscos me alejo hasta la cumbre coronada de altos y bien olientes pinos. Delicioso paisaje.

Me siento en dirección de la máxima pendiente, cara al valle. Las piernas en agudo ángulo los codos sobre las rodillas, la cara entre las manos, miro hacia delante, en muda contemplación del ancho espacio que se esfuma en el azul del cielo, ni cielo ni azul, que dijo el otro.

Pequeño, me siento grande; pobre, me siento rico. Es que también los pequeños y los pobres tenemos nuestro trono y nuestro cetro. La Naturaleza es nuestra, toda nuestra.
A través de los rígidos troncos de pino, me contemplo a mi mismo en la lejanía como esfinge que reta mi penetración y mi cálculo. Acaso resulte un tanto desigual esta retórica egipcia. No importa.

Allá donde todas las cosas se confunden y desaparecen, traspuesto el horizonte sensible, veo otro yo, las piernas en agudo ángulo, los codos sobre las rodillas, la cara entre las manos, la mirada fija, como perdida en la inmensidad, obsesionada y obsesionante.

Todo el pasado desfila silencioso. ¿Qué es una vida? ¿Para qué sirve? ¿A dónde camina? Nada entre dos platos. Fatigas, todo se borra, se anula, se precipita. No hay locura como la locura de vivir.

Una existencia de continuo batallar por el garbanzo, de bregar sin tregua por ideales de realización lejana; el culto pertinaz a soñadas justicias; el homenaje diario a la equidad, a la verdad, al amor, al bien, todo ello se reduce a un montón de pequeñas cosas grandes, envueltas en lo infinito de las pequeñas cosas pequeñas. La vida es eso: pequeñeces.

Y entonces comprendo la inutilidad de mi existencia, de tantas y tantas existencias como la mía, perdidas en la inmensidad de la Naturaleza, indiferente a todas las alegrías y dolores, a todas las luchas, a todas las cosas grandes y a todas las cosas chicas.

Mi mente hace un esfuerzo titánico; la esfinge me desafía. Más allá, siempre más allá, empiezo a vislumbrar una cosa nueva, desconocida. Sobre el batallar por el bien, por el amor, por el pan, por la justicia, hay algo superior. Mi yo se vacía y se filtra: se desnuda y desnudo me muestra ese algo superior impulsando toda mi experiencia hacia delante. Es algo indeciso que la distancia quiere borrar. Traspuesto el horizonte sensible, todas las cosas vacilan y se esfuman. Pero me adivino allí, satisfecho de mi mismo, contento de mi éxito. He salvado el abismo. Mi vida ha servido para algo, es algo en si misma, camina hacia alguna parte. Lo más grande del hombre es su propio yo. Sus luchas, su tráfago, sus alegrías y sus penas traducen pobremente el fondo real de su existencia.

Ignoro qué dirá la esfinge al que lleva dentro de su alma el grillete de la vileza. Sólo sé que a mí me dice: Amor, justicia, nobleza, todo lo grande está en ti. Si te sientes grande es que lo eres. Y tus obras y tus palabras serán como tú de grandes y magnánimas.

La hora del crepúsculo llega. Cuando baja a la llanura, una voz armoniosa, dulce, con gorjeos de ruiseñor, una voz de mujer que debe ser hermosa removiendo las capas de aire saturadas por los aromas resinosos del pinar ya lejano; me sacude con un estremecimiento indefinible que invita a vivir, a la locura de vivir.

La Naturaleza me golpea brutalmente: allá voy a confundirme entre las cosas minúsculas de la ordinaria existencia, con sus miserias, sus bajezas y sus porquerías. Y la esfinge se desvanece. Todo es humo.

(“ACCION LIBERTARIA”, núm. 30. Vigo, 27 septiembre 1911.)


* * *

Cae la tarde. Fatigado por la faena del día, vago por las calles.

Un bar, vulgo taberna elegante. Entro. Una mesa de junco con tablero de cristal. Un doméstico que interroga. Me sirven “vermouth” y unas aceitunillas, antes prisioneras en un frasco de cristal, que ya quisieran parecerse a las exquisitas aceitunas adobadas por los campesinos andaluces.

Bebo, como y fumo a un mismo tiempo. Mi pensamiento errante por los internos senderos que concluyen en los rincones ignorados del organismo. Medito. No soy el mismo ciudadano de la calle, del trabajo, de la vida ordinaria. Soy el que no sale jamás a la superficie. En todo hombre existe un yo ignorado, ignorado hasta después de la muerte.

Inconscientemente voy haciendo mi propio proceso psicológico. Hay dos sujetos que al reconocerse se sienten extraños. Ahora empieza el sujeto pasional, en paños menores. ¡Cuántas locuras haría! El otro está domado por el desarrollo de la mentalidad. El conocimiento de la matemática impone silencio a la imaginación, frena las pasiones, pone vallas a la actividad creadora.

Bulle por dentro la agitación de la vida violenta, desordenada. Exaltación, delirio, ensueño, pugna por salir a la superficie. Por fuera el continente es frío, reflexivo, silogísticamente sereno. Un teorema algebraico tiene cierto poder mágico. Gobierna, dirige y aprisiona la inflexible lógica del número.

Padres: ¡No enseñéis a vuestros hijos matemáticas, porque ellos serán modestos, prudentes, cobardes, pequeños! Las grandes cosas son obra del ingenio libre, del sentimiento estético, de la pasión indómita.

Frente a mi mesa, un ciudadano entradito en años toma té y medita también. De pronto cambia de silla y de postura. ¿Qué bullirá allí dentro? Otro análisis, otro proceso, otra contradicción.

El tormento de la vida es vivir siempre por dentro, mintiendo siempre por fuera. Lo peor y lo mejor de un hombre queda eternamente desconocido Nadie es bastante osado para mostrar toda su perversidad. Nadie bastante resuelto para exteriorizar toda su bondad. Somos cobardes para ser como somos. Tenemos más de comediantes que de hombres. Domesticados por la civilización, somos sencillamente despreciables.

¿Miento, me engaño ahora también? Tal vez. En el hervidero de las ideas, en el estrépito de las pasiones, en el vaivén de la sangre que acude a la cabeza en encrespado oleaje, no es fácil discernir cada momento psicológico. El enigma que anda es tan pronto máquina que trabaja como pensamiento que crea. Aunque sea en sueños, permitid que el mísero esclavo piense un momento a la hora del reposo.

Sobra tiempo a la bestia para uncirse de nuevo a la carreta.

(“ACCION LIBERTARIA”, núm. 3. Madrid, 6 junio 1913)






LOS COTOS CERRADOS


Rondando la verdad y por fuera de ella, las cosas no son como son, sino como se quiere que sean. Razonar es frecuente gimnasia que deslumbra; filosofar, maravilloso arte que encanta; teorizar, taumaturgia que seduce, alucina, hipnotiza. Y razonando, filosofando y teorizando, se alzan suntuosos edificios que la más suave brisa desmorona. Tan frágiles y deleznables son sus fundamentos.

He aquí que los hombres abren surcos en la tierra, colocan en ellos recios mampuestos, levantan sobre éstos, sólidos muros. Cada uno cierra su coto. Y comienza la maravillosa obra de arte. Aquí, en caracteres fulgurantes, la palabra idealismo. Allá, en férreos signos, la palabra materialismo. Por doquier palabras y palabras. Deísmo, panteísmo; aristocracia, democracia; autoridad, libertad; creación, evolución. Hay andamiajes para todos los gustos. Los artífices llevan nombres gloriosos: Platón y Aristóteles, Descartes, Kant, Hegel y Spencer. Descubrámonos reverentes ante tal grandeza.

Ya estamos separados en sectas, escuelas y partidos. Mil bifurcaciones, mil ramas, mil matices más esculpen en la historia otros tantos nombres imperecederos. Cada uno elige su coto y allá nos encerramos con una lógica propia, con una peculiar filosofía, con una tesis que excluye, que disgrega, que separa. El pensamiento queda esclavo de su propia obra.

Sistematizar es labor de ciencia y sistematizando nos cerramos a la ciencia: dogmatizamos. He ahí la razón de todo coto cerrado.

Alegrémonos de que se derrumben los muros; de que se vengan abajo los palacios. Hay arte y belleza y ciencia en todos; ninguno es el arte ni la belleza ni la ciencia. Obra de los siglos que fueron y de los que vendrán, jamás estará conclusa.

Más allí donde se alzare un nuevo andamiaje, donde se abrieren nuevos surcos y se edificaren nuevos muros, compareced con vuestros picos demoledores y no dejéis piedra sobre piedra. El pensamiento requiere el espacio sin límites, el tiempo sin término, la libertad sin mojones. No puede haber teorías acabadas, sistemaciones completas, filosofías únicas, porque no hay una verdad absoluta, inmutable; hay verdades y verdades, adquiridas o por adquirir. Filosofar y razonar es aceptar las unas, investigar las otras. No más. Analicemos, Investiguemos, guardándonos de acotar nuestro propio entendimiento. A esta condición, gimnasia, arte y taumaturgia intelectual tienen ancho campo de acción y de expansión.

Y si hallareis en vuestro camino quien intente deteneros ante las magias del ideal o ante la realidad de la materia o ante las impulsiones de la pasión, reflexionad andando.
Ideal, sí; aspiraciones nobilísimas de humano intelecto que vuela hacia la Belleza, hacia la Justicia, hacia el Amor, saludadla con la emoción de lo divinamente humano, grande sobre todas las grandezas.

Materia, sí; realidad objetiva de todo lo que existe, que soporta todo lo pasado, todo lo presente y todo lo venidero; arcano donde la idea fragua el futuro, compendia la naturaleza y forja las leyes de la existencia universal, abrazadla con el amor de sí mismo, de la propia carne y de los propios huesos, de la propia sustancia y de la propia fuerza, que? ella es trasunto acabado y definido de lo que no tiene principio ni fin, ni en el tiempo ni en el espacio.

Pasión, sí; flujo poderoso, magnetismo irresistible de la fuerza; motor grandioso de la acción y de la vida; impulso y atracción, amor y odio; reverenciadla como el alma inagotable de todo lo que es arte y sentimiento, razón e idealidad.

Sin pasión es el hombre bloque berroqueño en la indiferencia de la materia inerte. Sin ideal, es como el cerdo que chapotea la bazofia que le engorda. Sin materia, vísceras, órganos, arterias, miembros, sería como esas alucinaciones de los vesánicos creadores de espíritus que forjan realidades allí donde no hay más que delirios.

Soñad cuanto queráis, apasionaos como queráis, pero reflexionad andando, que sois cuerpos reales con órganos y necesidades reales; que la idea es cosa grande, magnífica; el sentimiento cosa bella, óptima; y el estómago una víscera que requiere alimentos, el cerebro un órgano que demanda oleadas de sangre rica, el cuerpo un organismo maravilloso que se nutre de cereales y de carnes y también de ideas. Un buen trozo de pan lleva en sus átomos las más geniales creaciones de los Platón, los Aristóteles, los Kant y los Spencer.

Conquistad, pues, el pan y también el ideal; todo, en suma, pan para el cuerpo, pan para el alma, pan para el cerebro. Y que los artífices de cotos cerrados Se queden en la soledad de sus vetustos palacios.

(“ACCION LIBERTARIA”, núm. 16. Gijón, 31 marzo 1911.)






DIÁLOGO ACERCA DEL ESCEPTICISMO


-- Nada, amigo mío, que las ideas hechas son una verdadera calamidad. Están en circulación como las patatas, como los zapatos, como las letras de cambio y parecen indispensables. Ellas son los útiles de las inteligencias mecanicistas. Y claro, no resulta comprensible aquel que no se acomoda a los preconceptos usuales. Es un monedero falso que perturba la circulación.

-- Pues a mí me parece que el escéptico no distingue de valores y los acepta todos aunque no crea en su legitimidad. El hombre sin creencias, no digo sin fe, que se ciega, resulta realmente incomprensible y repugna desde luego al buen sentido que acierta reputándolo falsario.

-- No hablemos del escéptico vulgar, del hombre degradado que tiene del escepticismo las plumas brillantes y de la corrupción la entraña. No hablemos tampoco del escepticismo de escuela. En el sentido corriente de la palabra, escéptico es el hombre culto cuyos distintivos son un fuerte espíritu de análisis y la rebeldía al encasillamiento intelectual. Las gentes ilustradas, así en las clases pudientes como entre las menesterosas, propenden cada vez más a la duda y tienen el furor de examinarlo todo continua y porfiadamente. Las creencias están en bancarrota.

-- Bien, lo que quieras; pero aun así, el escepticismo es dañoso porque mata al espíritu de iniciativa y de acción. Hombre sin idea directora es como ciego sin guía. Camina a tientas, vacila y, en fin de cuentas, no sabe nunca si avanza, retrocede o está quedo. Conoce e ignora a un mismo tiempo todas las cosas y permanece inactivo, incapaz de decidirse. El escéptico es un aborto.

-- Un tantico extremas el argumento. Observo que la distinción entre la fe y la creencia es pura sutileza. Una creencia cualquiera nos pone fuera de la realidad del resto del mundo. Todo lo que no cae dentro de la creencia se tiene por falso y por irreal. El creyente, como el hombre de fe, reputa disparatado cuanto no se ajusta a los cánones de su dogma, o de su idea directora, si lo prefieres. Él es el verdadero ciego. Cierto que tiene un guía. No ve por sus propios ojos sino por los del guía. No puede caminar ni obrar más que en la dirección que se le impone. No puede elegir, ni deliberar, aunque se imagine lo contrario. Está irremisiblemente perdido para la libertad. De aquí la razón del escepticismo. Fíjate en la enorme resistencia que las creencias oponen a toda idea nueva, a toda verdad descubierta.

-- Barrunto que te hallas en trance de no creer ni en ti mismo. ¿Cómo no te haces cargo de que de todos modos, ciegos somos y estamos necesitados de brújula que nos oriente, de algo que nos dirija? La razón, ¿cómo no?, puede darnos la certidumbre y si no nos dará por lo menos la idealidad. Y la certidumbre o en su defecto la idealidad nos conducirá en el laberinto de la vida, mientras que tu escepticismo famoso no haría sino perderse en él. Medita y verás que nuestra limitación física e intelectual implica esta misma limitación directriz. Es necesario vivir de algo y para algo.

-- ¡Ay, amigo, cuántas veces nos ha engañado la razón! No es que yo la niegue. Es tanto el instrumento obligado de toda investigación y de toda sabiduría como la única autoridad para el individuo. Fíjate: Digo que no es su único guía, aunque sea su único rey, su único dios, su único todo. La razón sola, solita, ha engendrado los innumerables errores históricos y contemporáneos. Espero que no creerás en el estupendo milagro de que un puñado de vivos fuese el inventor del embuste religioso del embuste político y del embuste económico, ni que una piña de sabios tuviese la ocurrencia feliz de darnos gato por liebre llenando el mundo de atrocidades científicas. Todos en ello pusimos nuestras pecadoras manos. Las razones de los millones de hombres que fueron y que son, elaboran y laboran ahora mismo la enmarañada trama de las falsedades en que vivieron, y vivimos. La razón distingue muy mal las buenas de las falsas monedas. En busca de aquéllas anda siempre rica de éstas. Debo agregar que precisamente ocurre así por su empeño en darse valores fijos e inmutables y descansar tranquila de las pícaras y fatigosas investigaciones. Los valores fijos e inmutables son las creencias, las ideas hechas. Creer es más fácil que averiguar. ¡Y es tan cómodo decretar la certidumbre, creerse en posesión de lo absoluto verdadero!

-- Largo y metafísico es tu discurso. Propendes, quieras que no, a anular la razón. Si no quieres que la verdad vaya envuelta casi siempre con mil errores, inventa una razón nueva, infinita, absoluta. Ya ves también que yo metafisiqueo. Limitados somos, limitada es la razón. Sus esfuerzos por desenmarañar el misterio de todas las cosas, constituyen la historia entera de la humanidad. El futuro se compondrá también del desenvolvimiento triunfante de esfuerzos sucesivos. Y de aquí no hay posibilidad de salir. Poco a poco se llegará a destruir errores, descubrir verdades. Las ya descubiertas dan el presentimiento de otras nuevas que son nuestros guías. Sin esto caminaríamos a tontas y a locas.

-- No quiero, no, anular la razón. Pero no la admito como soberano absoluto. De aquí a la infalibilidad no hay más que un paso. La verdad no reside en ella sino en la Naturaleza. Y la Naturaleza no sabemos que sea un silogismo. Sabemos que allí está, para nosotros por lo menos, toda la realidad, toda la verdad, toda la ciencia. No sale la realidad de la lógica, sino la lógica de la realidad. La razón investiga, penetra trabajosamente en la Naturaleza y se da leyes, ideas. A lo mejor se figura haber creado lo que no ha hecho más que descubrir con mil fatigas y he aquí a nuestro soberano absoluto dictando reglas hasta al mismísimo Cosmos. Te digo, en verdad, que la razón nos hace muchas veces un flaco servicio. ¿No te parece más de acuerdo con tus propias ideas que la llamemos al orden reduciéndola a la experiencia y al conocimiento real de las cosas, sin perjuicio de que divague todo lo que se le antoje siempre que no nos dé gato por liebre? También puede divagar el escéptico. Acaso divaga más que el creyente. Todos los caminos se abren ante el escéptico. Todos, menos uno, se cierran ante el creyente. Pero el escéptico no se deja dirigir, imponer por ninguna creencia. Está siempre a disposición de la verdad próxima. El creyente no. Tiene que vencer antes la resistencia de las ideas adquiridas.

-- Si reduces la razón a la experiencia y a la realidad, matas al genio creador de la humanidad, aniquilas la intuición, acabas con las invenciones maravillosas, con los prodigios imaginativos trocados luego en hermosas realidades. Deja que la razón poetice. Sus desvaríos son con frecuencia su gloria. En la razón misma has de buscar el freno al error. La realidad, harto deleznable tantas veces, es inferior a la razón forjadora de ilusiones que si no son verdades deberían serlo. Déjanos el consuelo de la ficción creadora. Hay que vivir de algo y para algo.

-- Eres incorregible idealista. La humanidad está enferma de sentimentalismo. Tú también. Acaso yo y los propios y mayores escépticos. ¡Qué empeño en vivir de quimeras y para quimeras! Puede que sea fatal la vida del ensueño mientras la realidad nos apremia y nos acorrala. La humanidad, ¿no podrá subsistir sin ídolos, sin estatuas, sin genios, sin delirios, sin héroes, sin mártires? Por lo menos que no se haga esclava de ellos y sea luego lo que quiera. He aquí por qué creo que debemos llamar al orden a la razón, demasiado ensoberbecida de su propio valer.

-- Convendrás conmigo, por lo menos, en que persiguiendo idealidades es como camina el mundo.

-- Si, convengo en ello. Pero escucha: Tú y yo militamos a favor de ideas radicales que arrancan de un mismo tronco; nos hemos dejado encasillar o nos hemos encasillado nosotros mismos, para el caso es igual. ¿Cuántas veces no has sentido el encierro de este encasillado? ¿Cuántas veces no te has visto obligado a desfigurar, a callar la verdad, tal como se presentaba a tu propia razón? Yo te aseguro, sinceramente, que he sentido muchas veces el aprieto de esos ataderos y me he declarado y me declaro rebelde aun dentro de las más grandes rebeldías. No se es mentalmente libre sino cuando no se obedece a ninguna creencia.

-- No lo niego; pero creo que es imposible el estado mental que tan fieramente preconizas.

* * *


El autor interviene y dice:

Aun el más férvido creyente tiene sus horas de vacilación y de duda. ¡Gusta tanto al pensamiento volar libremente!

Aun el mayor escéptico acaricia idealismos tal vez irrealizables. ¡Es tan grata la ilusión de lo bello!

En los extremos opuestos, el creyente más ciego debe esforzarse por abrir bien, los ojos y el escéptico más empedernido orear su alma con la brisa del ensueño. Si no lo hace, caerá el primero en el fanatismo, la forma más degradante de la esclavitud intelectual; y el segundo en la corrupción, la forma más abyecta del libertinaje.
Un cerebro libre de prejuicios, mejor, libre de todo elemento directriz, y una idealidad sana, dentro de la Naturaleza, conciliaría noblemente las distintas tendencias que, en suma, dividen a los hombres.


(“ACCION LIBERTARIA”, núm. 27. Gijón, 14 julio 1911.)






NI PESIMISTAS NI OPTIMISTAS


El «Cándido», de Voltaire; el «Tristán», de Palacio Valdés, todas las creaciones literarias o artísticas arrancadas al optimismo y al pesimismo son, más bien que trasunto de estado de alma y de pensamiento, casos de patología, tristes o risueños ejemplares de nervios en desorden, de mecanismos descorregidos o caducos. A menudo, el escritor genial nos brinda un tipo singular de trágica misantropía o un modelo acabado de alegría desbordante y triunfadora. La ilusión es perfecta y el lector queda convencido de que aquellos pobres diablos, juguetes de su neurosis, instrumentos de su hiperestesia, con el hígado envenenado o con la sangre pujante y arrebatadora, son grandes y acabadas creaciones artísticas que reflejan, idealizada, la realidad humana partida por gala en dos grandes corrientes de alegrías insuperables y de irreducibles tristezas.

Por debajo de las cumbres creadoras, la vulgaridad hace su camino y a poco las gentes quedan clasificadas y encasilladas, mal de su grado, como se clasifican y encasillan las especies en la estantería de una tienda de ultramarinos.

La operación no sería del todo desacertada si no se pusiera en olvido que en la realidad y en la Naturaleza no existen divisiones rígidas, secas, escuetas, y que en todas las cosas la tonalidad varía insensiblemente al infinito y evoluciona en serie continua e inacabable.

No todo en la vida es patología optimista o pesimista. Frecuentemente no se da en el espíritu humano, de modo definido, cualquiera de esas dos modalidades y se dan, sin embargo, en los hechos, en las circunstancias y en las condiciones de la vida misma.

Por muy optimista que se sea, ¿cómo negar las tristezas ambientes, los dolores que atormentan a la humanidad? No hay alegría capaz de resistir el examen honrado de las pesadumbres que nos agobian.

Una mente bien equilibrada, un espíritu bien ponderado fluctuará entre la ideal alegría del vivir y la real penuria de la vida. Porque es lo cierto que en los hechos hay poco, muy poco, de qué alegrarse; mucho por qué entenebrecerse. No trazaremos el cuadro de las miserias incontables y de los dolores sin número que la humanidad soporta resignada. No somos artistas. Tráceselo cada uno según la realidad se le ofrece. ¿No sería el optimismo burla sangrienta o carcajada imbécil?

Fuera del caso patológico, del hígado enfermo, hay el pesimismo intelectual y el pesimismo de las cosas en sí mismas. Es el pesimismo objetivo; no está en el individuo; está en el medio que al individuo circunda.

¿Pero es que todo es dolor sin esperanza, mal sin remedio? No hay pesimismo que no retroceda ante la contemplación del abismo que separa al hoy del ayer. No hay pesimismo que no se rinda a la certidumbre de un mañana más venturoso de la especie humana.

Un corazón sano, una inteligencia despejada tendrá por simultáneos el mal presente y el bien futuro, el dolor y el placer. En presencia de un continuo progreso, jaloneado por victorias cruentas, por conquistas gloriosas de la ciencia, por imperecederos éxitos del genio creador, un sano optimismo le impulsará a la esperanza.

Fuera del infantilismo, que quiere verlo todo de color de rosa, de la simplicidad lindante con la idiotez, que ríe bobamente, de la hiperestesia, que pondera y exalta y desvaría, hay un optimismo de la razón, un optimismo de las cosas en sí. Es el optimismo objetivo; no está en el sujeto; está en el medio que al sujeto rodea.

La vida real suministra todos los elementos para que el entendimiento se dé cuenta de los males que es necesario vencer y de los bienes que es preciso conquistar. Clasificarse en pesimistas y optimistas es declararse enfermos. Y si los enfermos abundan, no es menos cierto que es inaplicable al común de los mortales la arbitraria división patológica.

Mentalmente el pesimismo es fruto de la realidad pretérita y presente; el optimismo resultado razonable de la realidad, pretérita, presente y futura.

No se es ni pesimista ni optimista por idealidad, por sistema de doctrina, por inclinación filosófica. En el sentido riguroso de las palabras, se es lo uno o lo otro por defecto o por exceso de salud. Y nada más.

Indigno del hombre es entregarse a la misantropía filosófica ante las negruras de la vida. Indigno dejarse arrebatar por filosóficos delirios, por engañadoras ilusiones en presencia de sueños realizados y en expectativa de otros por realizar.

Serenamente ha de afrontarse la realidad con sus alegrías y sus dolores, con sus éxitos y sus derrotas, con sus males y sus bienes.

Ni optimistas ni pesimistas. El desenvolvimiento de la humanidad es una serie ininterrumpida de caídas y exaltaciones. A lo lejos está lo menos malo, lo mejor. Aunque lo bueno absoluto haya de huir siempre delante de nosotros, no hemos de retroceder ni detenernos. No hay razón ni para rendirse a la misantropía ni para arrebatarse por falaces imaginaciones. Hay razón para caminar siempre adelante. El que así no camina es arrollado, y la vida sin objetivo en el mañana, no vale la pena de ser vivida.


(“EL LIBERTARIO”, núm. 3. Gijón, 24 agosto 1912.>






LA RAZÓN NO BASTA


No me convence el racionalismo, cualquiera que sea su significado. Me parece que tras esa palabra se esconde siempre algo de metafísica, de teología. Por el solo esfuerzo de la razón se construyen muy grandes cosas especulativas, pero casi ninguna sólida y firme. Y, sin embargo, muchos se pagan extraordinariamente de las resonantes palabras racional, razón, etc.

En general ponemos escasa atención en el examen y análisis de nuestras palabras y de nuestros argumentos; olvidamos que lo que uno reputa lógico, razonable, otro lo estima fuera de toda racionalidad, y, lo que es peor, propendemos a creer firmemente que los dictados de la razón son algo universal e indiscutible, algo que todos debemos acatar.

Nada más lejos de la realidad. Contra los dictados de la razón se ha levantado el grandioso edificio de la astronomía; contra los dictados de la razón han caído religiones y sistemas filosóficos en completo olvido; contra los dictados de la razón se ha cumplido y se cumple el progreso de la humanidad. Porque es la razón humana la que ha forjado todos los errores históricos y la que ahora mismo mantiene al mundo en los linderos de la ignorancia y de la superstición. Aun los mismos que se reputan revolucionarios y hombres del porvenir, de supersticiones e ignorancias viven, con ignorancias y supersticiones argumentan, porque encasillados en los famosos dictados de la razón, no advierten que la razón, sin la experimentación, es puramente imaginativa y egoísta; no paran mientes sino en la lógica personal y exclusivista del «yo» y se lanzan a las mayores audacias desprovistas de todo fundamento.

De hombre a hombre hay, en materia de lógica, verdaderos abismos. Y como no sabemos de ninguna razón infusa capaz de imponerse por sí misma a todos los humanos, forzoso será que hagamos un alto en nuestros entusiasmos racionalistas.
La Naturaleza, la realidad, no es un silogismo, pero menester será que el instrumento de interpretación, el entendimiento, no se equivoque, para que tal silogismo sea idéntico para todo el mundo.

La misma percepción, las mismas sensaciones, varían de hombre a hombre. ¿Cómo no ha de variar la traducción en ideas y palabras? ¿Cómo no ha de variar la lógica?

Si a un hombre, lo más inteligente posible, pero ajeno al mundo civilizado, se le dijera que un armatoste de acero se mantiene a flote sobre las aguas del mar, negaría en redondo semejante posibilidad, fundado precisamente en los dictados de su razón. Si se le dijera que otro armatoste metálico surca libre los espacios, negaríase también, en firme, a admitirlo. Su razón, todas las razones, dicen que cualquier objeto más pesado que el aire se viene al suelo.

La razón, cuando no se apoya en la experiencia, yerra o acierta por casualidad.

Mas no es necesario apelar al hombre no civilizado. Hay un hecho que da la clave de la cuestión: cuando en un tubo donde hay agua se ha hecho el vacío, el agua sube; la razón, no pudiendo explicarse el suceso, inventó el horror al vacío. Pero la experiencia nos permitió conocer la presión atmosférica, la ley de la gravedad y tantas otras cosas que a la razón, por sí misma, no se le habían ocurrido, y entonces la razón se dio cuenta de que el agua sube por el tubo donde se ha hecho el vacío, precisamente porque no está presente la acción o presión atmosférica. Y esta explicación, que los encasillados en el racionalismo llamarían racional, no es más que una explicación de hecho, sobre la cual la razón puede construir todavía nuevas invenciones y nuevos errores.

En realidad, la razón es tan maravillosamente apta para explicarse los motivos de lo que la Naturaleza le da explicado, como incapaz de fundar por sí misma una sola verdad o una sola realidad, si se quiere. Es verdad que la experiencia de los siglos debería hacernos tan desconfiados de la razón como de la fe. Pero es más fácil Y más cómodo imaginar e inventar que investigar pacientemente y encontrar con tanto trabajo como eficacia los hechos y las conexiones que los ligan, y de ahí que el pretendido racionalismo tenga tantos adeptos en todas las zonas y en todos los climas ideológicos.

Donde la experiencia falta, la razón quiebra casi siempre. No basta la razón. Todas las cosas tenidas por racionales suelen ser infundadas y opuestas a la realidad. A lo sumo, van conformes a las apariencias. No, la razón no basta. Es precisa la experimentación constante, el análisis terco y porfiado de los hechos, la investigación tenaz, y, por encima de todo, la verificación, necesariamente a posteriori, de las consecuencias deducidas, para que la razón pueda levantarse modestamente, sin énfasis, a formular la más elemental de las verdades. Los hechos son algo más que los silogismos y mucho más que la escolástica, de que andamos aún contaminados los que presumimos de hombres del porvenir y somos solamente unos pobres remedos del hombre de ayer.

Menos razones y más experiencias; menos racionalismos y más realidades; menos gimnasia de calenturientas imaginaciones y más bagaje de conocimientos positivos y de hechos de naturaleza, nos harán aptos y merecedores de otras civilizaciones y de otro mundo mejor, que por el camino de las construcciones especulativas y de los disfraces de la fe andaremos siempre girando en torno de todo lo atávico y de todo lo erróneo.

Que es precisamente lo contrario de lo que, al parecer muy racionalmente anhelamos.

(“ACCION LIBERTARIA”, núm. 10. Madrid, 25 julio 1913.)






LA VISIÓN DEL PORVENIR


Y el buen ciego, tembloroso, habló a la asamblea de este modo:

«Perdí la facultad de contemplar el mundo; perdido todo al perder este precioso órgano, sin el cual la actividad física útil, el trabajo, es punto menos que imposible.

Mi pobre ciencia, adquirida a fuerza de sacrificio, de nada me sirve; de nada me sirve mi pobre práctica aprendida en los azares de una vida estrecha y afanosa.

Vivo en la soledad de las tinieblas; orientándome entre las gentes por tacto vacilante de mis manos. Estoy solo conmigo mismo, sin luz, sin esperanza.

Pero allá en el fondo de mi ser, en las horas de mi callada soledad, brota dentro, muy dentro una claridad vivísima; brilla una estrella radiante, fulgura algo indefinido que me ilumina de modo que vosotros no podéis comprender, con una luz singular que no es la onda de éter que vibra con el ritmo del ojo o el ritmo del azul. Allá muy dentro de mi organismo, surge la visión seductora del mañana, en la que gozo y me baño a mis anchas y de la que no hubo reminiscencia alguna en los tiempos en que mis ojos veían, escudriñaban el horizonte, como ahora escudriñáis vosotros el porvenir que soñáis despiertos. Y en esta visión interna ya no veo al haraposo viejo tirando fatigosamente de la carreta que se atasca en el fango de la gran ciudad; ya no veo al mozo tísico que alarga la mano al transeúnte, que trota jadeante por la avenida en busca del diario mendrugo, ya no veo a la encorvada anciana que rueda bajo las patas del bruto que arrastra el coche del gran señor, ni como el viejo impotente tiraba del carretillo desvencijado por los tambaleos de la miseria; ya no veo a la jovenzuela semihambrienta o hambrienta del todo brindar sus carnes a la saciedad del macho degradado; ya no veo los sexos invertidos puerca y canallescamente, ya no veo las sedas en que se envuelve la liviandad ni los andrajos en que se arrebuja la inocencia; ya no veo el hartazgo de los holgazanes y la famélica desnudez de los laboriosos; ya no veo a los hombres con disfraces de dioses o de servidores de dioses, con disfraces de muerte o de instrumento de la muerte; ya no veo el vil mercado donde se cotizan lo mismo las virtudes que los vicios, lo mismo las cosas que las personas; ya no veo el mal, la injusticia, el dolor, ese inmenso dolor que la humanidad arrastra consigo a través de los siglos, llenando el mundo de desdichas, de implacables desdichas.

Ya no veo nada de aquello que antes de mi fatal ceguera pasaba muchas veces al lado de mi indiferencia o al lado de mi ira.

Ahora todo es plácido. De las tinieblas del exterior ha brotado la luz interna, la luz de las luces. La tierra es inmenso hormiguero de hombres laboriosos; se trabaja con placer, se goza con exquisita ternura, se investiga, se estudia, se embellece el mundo con la maravillosa espontaneidad de la felicidad lograda.
¿Llanto, pesares, desgarraduras del alma? Pena del amante que pierde al ser amado; llanto que riega la tumba del padre, del hijo, de la esposa; desgarraduras del corazón lacerado por el dolor agudo de una desgracia grande, ¿quién borrará vuestras huellas? El amor común de los humanos, el cariño mimoso del amigo leal, del compañero asiduo, allí están para asistir al que llora, al que sucumbe al dolor de los dolores. ¡La soledad espantosa del lecho de muerte miserable, sucio, infecto, es horrible! ¡Horrible el cruel zarpazo de la bestia que se yergue brutalmente en el momento supremo del llanto, del dolor, de la amargura sin nombre que atosiga al enfermo, al desvalido, al desamparado!

Ya no, ya no existe nada de este inicuo espectáculo de la atrofia humana.

Ahora todo es plácido. No se rastrea la felicidad entre el lodazal de todos los rebajamientos; no se acecha la riqueza tras los matorrales de la infamia; no se afianza la seguridad propia en el goce cruel del mal ajeno; no se mata, no se roba, no se chupa la sangre del hombre para que viva el hombre. Al conjuro de la hermosa igualdad que tiene pan para todos, luz para todos, goces para todos, los hombres se ayudan, se aman. Al conjuro de una libertad sin tasa que para todos tiene ancho campo de acción, la bondad florece como en perfumado jardín. Al conjuro de la suprema justicia que proclama al hombre igual al hombre, se concierta la felicidad humana por el esfuerzo generoso y espontáneo de cada uno, y el trabajo tórnase gran fiesta de amor, de belleza, de ciencia. ¡Alborozo sin limites, regocijo inexplicable, placer de dioses! «A trabajar, hijos felices de la felicidad lograda.»

Y el buen ciego, agitando convulso los brazos en el espacio, gritó:

“Amigos míos: cerrad los ojos y que esta mi luz interna os ilumine, que esta mi luz interna sea como el faro de vuestras acciones.”

“Y si alguno dijere que el mundo siempre será la obra del mal, por el mal y para el mal, cazadlo como a una fiera o arrancadle los ojos, que tal vez en la soledad de sus tinieblas brille también para él esta mágica y dichosa visión del porvenir.”


(”ACCION LIBERTARIA”, núm. 18. Madrid, 19 septiembre 1913.)






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