LECTURAS


DOS LIBROS


Llegaron hasta mi retiro forzado, un arisco rincón de Asturias, por la bondad de sus autores, Sánchez Díaz y Cigues Aparicio.

«Odios» rueda ya hace bastante tiempo por los escaparates de las librerías. «Del cautiverio» empieza ahora la peregrinación en busca de lectores. ¡Lectores! Eso es una de las muchísimas cosas que faltan en España, aunque para libros como los dos que cito no será en la proporción lamentable que es uso y costumbre en esta desdichada tierra de toreros y frailes. Ni por lo uno ni por lo otro pretendo descubrir el Mediterráneo.

No voy a hablar de esas dos obras en son de crítica. Cosa fácil para los que poseen cierta dosis de erudición a la violeta y unas buenas tijeras para cortar sayos al prójimo; es empresa morrocotuda para los que ni aún eso tienen, como yo. Declaro además, de antemano, que en literatura estoy completamente pez y renuncio, por tanto, en un arranque de generosidad bien meditada, a la mano de la Dulcinea.

* * *

Por tardío que sea mi recuerdo para el libro de Sánchez Díaz, ha dejado tan profunda huella en mi ánimo que ni el tiempo ni la distancia han de aminorar su intensidad.
Sánchez Díaz es un artista de médula, que siente y piensa hondo, que sabe penetrar en las escabrosidades de la vida. Es además un alma bien templada, apta para las vibraciones de la bondad, dispuesta siempre a la justicia.

Lif
, el noble Lif, que se inquieta, que aúlla porque en medio de la nocturna tempestad, un perrito ladra a la puerta que no se abre, mientras el amo de Lif, pintor y poeta rodeado de flores y de riqueza, exclama: - «¡Vamos Lif, ya te abrirán!...», era, como dice Sánchez Díaz, toda una conciencia, toda una conciencia de que carecen muchos hombres, indignos de que vivan y de hacerlos vivir.

«Entre lobos» es un episodio dramático, fuertemente sentido, hermosamente descrito. Allí vibra todo nuestro tiempo de luchas sociales. La huelga que surge espontánea provocada, más que por la crudeza del invierno, por la bárbara crueldad del administrador de la fábrica, que agarra por el brazo a la débil obrera y la arroja del taller a empujones; el hijo amante que, encolerizado, enarbola sobre la cabeza del jefe el ígneo hierro; las mismas mujeres que le detienen; aquella voz terrible que domina a la multitud gritando: - «¡Dejadle; tiene razón!», levantan en el pecho oleadas de huracán, enardecen la sangre y suscitan anhelos vehementes de reparación y de justicia. Y después la leyenda infame, el galeote que se ceba en la mujer y en el hijo que los persigue, los acorrala, los anonada; la reacción de la miseria que muerde en la carne hambrienta de dos seres sin ventura; la obra espantosa de las mismas gentes de bien, sumándose a la canalla enriquecida, de los mismos que viven del horror de su trabajo inmenso y de la injusticia de la miseria, el golpe final de los propios huelguistas que maldicen a la víctima, escarnecen al hijo heroico porque el hambre les hurga en el estómago, es un cuadro de abrumadora realidad que clama a grandes voces odio, destrucción aniquilamiento... La pobre madre toca los linderos de la desesperación trágica; «Todos, todos son unos cochinos...» Pero a la mañana siguiente suena la sirena de la fábrica y allá van los hambrientos a rendirse en bandadas de esclavos; la pobre mujer también, alborozada porque cree alcanzar el término de su martirio. Pero falta el último suplicio, la crucifixión inicua. Ella, ella sola, no puede pasar; no hay trabajo para ella ni para su hijo sin implorar previamente el perdón de don Antonio. ¿Perdón? Fuego que consuma en llamas horrorosas de justicia social la iniquidad triunfante.

Como Lif, como “Entre lobos”, descuellan vigorosamente «El héroe» que va de cabeza a la miseria porque no quiere, porque no puede votar; «Rodríguez», el empleado infeliz, borracho, loco por la estupidez oficinesca, que mata en la explosión del odio terrible almacenado; «El rencor», página hermosa y valiente en que se narra la esclavitud aplastante del campesino sometido al cura, que ni aún la libertad de condenarse, de ir al infierno, le deja; todo el libro, en fin, se lee y se relee de un tirón porque el autor puso en él vida, alma, fuego, gritos formidables de justicia, de tremenda justicia.

No estoy fuerte en lances de amor. Mi vida se ha deslizado lejos de la irrupción de las pasiones atropelladas y por eso al recordar el libro «Odios» no hice especial mención de las páginas que Sánchez Díaz les dedica. Creo, no obstante, que hay en «El juez», «Los ojos», «Mal agüero» y no digo más para no citar todas las partes del libro, fina penetración psicológica, mucho arte en el sentir y en el decir, y que, sobre todo, campea en estos trabajos, como en los otros, vigorosa realidad interpretada por un alma de artista y una cabeza de pensador.

«Odios» tiene mi pobrísimo aplauso, como lo tiene cuando me hace sentir, amar el bien y aborrecer el mal. Soy todo pueblo en materia de arte, como en otras muchas cosas. Y hasta creo que sobran casi siempre las quintas esencias del saber y del hacer, enemigas del pensar bien y obrar mejor.

* * *

Y vamos ahora al otro libro. «Del cautiverio» nos dice muchas cosas que sabemos, mejor dicho, que adivinamos. ¡Tarea difícil de hablar de lo que conoce todo el mundo! Los horrores de la cárcel, del presidio y de otros antros, que circulan por ahí como leyenda, adquieren en este libro el rigor de la verdad dicha sin rodeos, de la verdad espantosa en medio de la cual se ha vivido atormentado, torturado, próximo a la anulación moral y a la muerte física.

El que dude de Montjuich y de «La Mano Negra», de todos los horrores de nuestra triste historia y de nuestra triste actualidad correccional, de iniquidades de la justicia organizada, de venganzas de la política; el que dude de las abominaciones de la cárcel, de las prevenciones, de nuestra dominación gubernamental en la Isla de Cuba, etc., que lea este libro que chorrea sangre y pus sobre toda la inicua organización social en que vivimos.

«Del cautiverio» es la relación palpitante de dos años largos vividos en medio de horrores y crueldades. No hay novela, no hay leyenda, no hay fantasía; hay realidad y verdad que brota de los escuetos párrafos formidable, aterradora. No abuso del adjetivo. Fáltanle a veces al autor palabras adecuadas a las tremendas abominaciones que presenció. Ocúrrele que deja al lector adivinación de cosas que se resisten a toda figuración escrita. ¿Y cómo no, si los hechos rebasan toda concebible crudeza de la pluma?

No se crea, por lo dicho, que hay en el libro de Cigues Aparicio eufemismos, medias tintas, nebulosidades cobardes. Por el contrario, hay claridad, precisión. Es una obra rectilínea que presta un gran servicio a la causa de la justicia con la evidencia descarnada del mal. La leyenda anarquista o carcelaria pasa, por virtud de este libro, a ser historia.

Quisiera dar al lector una idea, un resumen brevísimo de lo que contiene el libro de Aparicio. Imposible. Imaginaos el pozo negro, rebosante de inmundicia, que revienta, que explota como bomba cargada de cieno; considerad todas las bestialidades de la carne, todas las dislocaciones mentales y afectivas; agregad todavía algo apocalíptico, más allá de lo absurdo imaginable, y no tendréis aún idea aproximada de este libro titular.
No sé si habrá quien pueda leerlo con calma: tan fuerte y tan dolorosa y tan irritante es la sensación del mal que produce su lectura. «Del cautiverio» es, por esto mismo, una obra revolucionaria que debe leerse y que recomiendo a las almas cándidas que viven en el limbo de las bienandanzas políticas, jurídicas y gubernamentales. ¡Ah! Y también lo recomiendo a los egregios genios de la hilaza de aquel que se salvó en el naufragio de la fe de Cigues Aparicio, a aquéllos que viven perpetuamente en la puerilidad del distingo académico o en la inocencia engatusante de pasmar al respetable público con sus cabriolas literarias y filosóficas.

Conste, si fuera necesario, que no lo es, que no conozco ni al señor Sánchez Díaz ni al señor Cigues Aparicio, que jamás he cruzado con ellos una sola palabra hablada o escrita. Si acaso se me tachará de exagerado en el aplauso. Sépase que si aquello hubiera ocurrido, tal vez mi pluma no discurriese ahora sobre los dos libros. La amistad o el mismo conocimiento me tornan parco, cuando no mudo, para la simple aprobación.

Y dicho esto porque tenía necesidad de decirlo, hago punto final.

(“NATURA”, núm. 3. Barcelona, 1° noviembre 1903.)






“CÉSAR O NADA”, NOVELA DE PIO BAROJA


Hay un prólogo. En este prólogo el autor discurre acerca del carácter de su héroe. Es un atrevimiento que me place.

Veamos si el héroe responde al prólogo o el prólogo traduce al héroe.

Pío Baroja piensa que «lo individual es la única realidad en la Naturaleza y en la vida.» El resto se compone de artificios, de abstracciones, de síntesis útiles, pero no absolutamente exactas. La relatividad de la ética, de la lógica, de la justicia, del bien y del mal queda establecida en firme. No demuestra, afirma. Esto basta a sus fines.

Sin duda, por eso mismo se deja en el tintero que la vida de relación, que es de donde brotan bien y mal, ética, justicia y lógica, es tan realidad como el individuo mismo; tanto, que sin aquélla ni aun cuenta nos daríamos de la existencia de éste.

No paremos mientes en este pequeño lunar y sigamos a Baroja: «Desde un punto de vista humano -dice- lo perfecto en una sociedad sería que supiese defender los intereses generales y al mismo tiempo comprender lo individual; que diera al individuo las ventajas del trabajo en común y la libertad más absoluta; que multiplicara su labor y le permitiera el aislamiento. Esto sería lo equitativo y lo bueno.» Y a renglón seguido establece que la igualitaria democracia actual hace todo lo contrario y que el espíritu de los tiempos es de nivelación en lo vulgar, en lo general, en lo rutinario.

Baroja habla como un anarquista, sabiéndolo o sin saberlo, primero con vistas a Nietzsche, Stirner y cuantos se han dedicado a inflar el perro individualista; y después... con vistas al sentido común.

Pues ya sabemos lo que será César: una individualidad fuerte con una idealidad revolucionaria, porque si así no fuera, ¿a qué este prólogo que parece una declaración de principios?

Vayamos, no obstante, con cuidado, porque «todo lo individual se presenta siempre mixto, con absurdos de perspectiva y contradicciones pintorescas», y estos diablillos de novelistas son capaces de dárselas con queso al más pintado.

Con estos antecedentes pasemos a la acción. La acción es precisamente la muletilla de César.

César es un muchacho imperativo, absoluto, fuertemente preocupado por el problema de la vida, y bastante enclenque. Lo que él dice o piensa no admite oposición; lo que él hace... no, lo que él no hace es completamente indiscutible. Estudiante aún, se nos ofrece como promesa de una sobresaliente personalidad. Se da planes, traza proyectos, inventa filosofías, sueña éxitos.

No sabemos por qué ni para qué el autor nos lleva de la Ceca a la Meca en un incansable desfile de gentes vulgares y aristocráticas. Viajamos sin tregua y pescamos tal indigestión de Roma, del Vaticano y del turismo, que no hay purgante que nos libre del atasco. ¡Si por lo menos se nos diera una impresión de lo que son Roma y la recua humana que fluye constantemente a la ciudad de los Césares y de los Papas! Pero ni eso.

Lo que sí nos hace muy bien ver Baroja es que su héroe nos engaña villanamente. César se pasa la mitad de la novela, que es como la mitad de su vida, tumbado a la larga en el tren, en el hotel, leyendo y releyendo el «Manual del bolsista», de Proudhon, y entonando infecundos himnos a la acción, siempre inactivo, siempre falto de resolución y de plan y hasta de salud y de fuerza. A las primeras de cambio, el héroe ya no es héroe; es un pobre neurasténico que aparece con cara de difunto al otro día de haberse estado refocilando con una linda condesa y que de puro bárbaro no encuentra mejor elogio de su bella hermana que la justificación del incesto.

Verdad que nuestro hombre dice muy grandes cosas; verdad también que son más las gansadas que de sus labios salen. Aquéllas las piensa Baroja; éstas las piensa su héroe. Cuyo héroe, después de andar de fraile en cura y de convento en iglesia a la caza de cooperadores para sus propósitos financieros, olvidado de su gran tío el cardenal, que podía abrirle todas las puertas, se entrega al azar y acaba enganchándose a un pobre diablo, poderoso cacique de un poblacho de la provincia de Zamora, que le hace diputado conservador y nos libra, ¡oh, suerte!, de la lata romanesca y vaticanista.

César, el héroe, es a lo sumo un vulgar ambicioso a quien equivocadamente Baroja hace hablar alguna que otra vez como a los hombres de cuerpo entero. César no sueña más que con las timbas oficiales, con las jugadas de Bolsa, y cuando fracasa con los traficantes del catolicismo, se lanza a la política y bucea, hasta que encuentra la ocasión de estafar en gordo al amparo de una de esas vulgares tretas políticas que enriquecen a unos pocos y a muchísimos empobrecen. César es rico.

Entonces, precisamente, se propone realizar su gran obra, pero la grandeza no aparece por parte alguna. Se dice liberal, se mete en tratos y contratos con un raro Centro Obrero de su distrito, mezcla imposible de republicanos, socialistas y anarquistas, y naturalmente empieza a restarse elementos y procurarse enemigos. Él se vanagloria de haber matado al caciquismo, pero no repara que se ha erigido él mismo en gran cacique. Sus pretensiones son nada menos que el resurgimiento del país por medio de una mínima empresa de industrialismo local, y agita estérilmente a la multitud sin ideas y por poco más de nada.

¿Qué había de suceder? César es derrotado en unas nuevas elecciones; el Centro Obrero, la escuela por César fundada y unas cuantas cosas más se las lleva la trampa en forma de guardias y policías.

Pero de todo ello ya no tiene culpa el héroe. La tiene Baroja, que le fuerza a representar un papel que no está ni en los moldes de su prólogo ni en los del propio carácter de César.

Baroja es un buen novelador, un novelista de enjundia, como ahora se dice, pero es tan mal político como pésimo literato, y así, su pintura de Castro-Duro, ¡pero qué lejos está el novelista de una mediana descripción de ese conflicto! Sin duda Baroja no ha vivido estas luchas, estas contiendas de la cosa pública.

Final de todo: que el héroe, casado con una mujer singular y tan bella como su bella y singular hermana, se queda prisionero de estos dos seres, mucho más lógicos que él, que viven más que él, con muchísimas menos filosofías, y termina abandonando la política, transigiendo con el enervamiento artístico, contra el que tanto despotricara, y departiendo amigablemente con su fiero adversario, el padre Martín, prior de un convento de Franciscanos.

Y concluye así la novela:
«-Y usted, don César, ¿no piensa volver a la política?
– No, no; ¿para qué? Yo no soy nada, nada.
- Eso es: nada; pero nada antes y nada después.»

Pido, por tanto, a Baroja, autor del prólogo, que me devuelva los cuartos que me costó el prólogo.
Porque el héroe ni es héroe ni responde al prólogo; y el prólogo no traduce al héroe porque no puede traducir lo que no existe.
Gran pecado del novelador, que nos promete una fuerte individualidad de carne y hueso y nos da un monigote relleno de paja.
(“ACCION LIBERTARIA”, núm. 11. Gijón, 27 enero 1911.)






“EL PORVENIR DE LA AMERICA LATINA",


POR M. UGARTE


Es este libro, un llamamiento hecho por un argentino a todas las Repúblicas suramericanas para que se aperciban contra la política imperialista e invasora de Norteamérica, cuya superioridad industrial, política y de cultura es indiscutible.

El autor estudia el asunto con una mentalidad de política que destruye esencialmente su fe socialista. Cuestiones de raza, de integridad territorial y moral, de organización pública son para ser tratadas por un socialista de muy distinto modo que lo hace Ugarte.

Todo el mundo tiene derecho a la existencia: anglosajón, latino o lo que fuere; todo el mundo hará bien en defenderse de cualquier ataque o amenaza a dicha su existencia. Pero ¿hay un problema de razas? Será conveniente oponerse al predominio de las condiciones de una determinada sólo porque son opuestas a las de tal otra? ¿Provocaremos luchas interminables por el prurito de que prevalezca ésta o aquella manera de ser de las gentes? Nosotros sólo conocemos un camino seguro para no errar: que cada cual, individuo, grupo o nación, trate de superar por el conocimiento, por el trabajo, por la cultura y por el arte las condiciones actuales de la vida. Y en este desenvolvimiento, aquellas condiciones que deban perecer, perecerán necesariamente, con o contra el imperialismo angloamericano hoy, latinoamericano quizá mañana.

Si Ugarte hubiera hecho un libro de verdadero estudio, metódico, escueto, sin pretensiones de literatura que no logra, acaso hubiese llegado a conclusiones menos vulgares y más científicas y humanas. Pero hay en su libro demasiadas palabras y demasiadas cosas para que el lector pueda seguirle en sus disertaciones con interés.

El peligro norteamericano no hará ciertamente que la América del Sur cristalice en formas y esencias de que carece antes que se plantee definitivamente el litigio entre los dos mundos. Aunque la América latina realizara todo el difuso programa federalista de Ugarte, no se alejaría por ello el peligro. Antes que un problema de organización política hay para Suramérica un problema de biología social, un problema de ética, Un problema de naturaleza. Primero de todo es necesario ser.

Del mismo libro de Ugarte se desprende que el porvenir de la América latina es el menos dado a predicciones y el más fácil a todo género de influencias extrañas. En constante formación, intervenida por aluviones de gentes de los cuatro puntos cardinales, no se ve sino muy distante la constitución definitiva de la población suramericana. Y ello sin tomar cuenta de atavismos y macas de raza que, en verdad, no inducen al optimismo.

La mentalidad fuertemente mercantilista y vacua de aquellas latitudes es como una muralla chinesca en la que se estrella toda idealidad superior; y es en vano que los Ugarte se esfuercen por dar a sus compatriotas manjares demasiado fuertes para estómagos débiles.

Las esperanzas que el autor de «El porvenir de la América Latina» cifra en la juventud que ahora despunta, bien maltrechas quedan con el espectáculo lamentable que a la hora presente están dando la Argentina y el Uruguay con sus bárbaras leyes de excepción; su caza al emigrante sospechoso, sus deportaciones, y unas cuantas Repúblicas de menor cuantía que no cesan en sus pugilatos de caudillaje, estamos por decir de bandidaje político.

Con instituciones, usos y costumbres de tal jaez, si tuviéramos que decidirnos en un problema de razas, votaríamos sin vacilar por los que cuando menos tienen de la existencia
un concepto superior al fulanismo ridículo del Sur.
Por lo demás, latinos o anglosajones, lo que necesitan, así en América como en, Europa, es barrer con mano vigorosa toda la carcoma autoritaria y parasitaria que tiene en dura servidumbre a la multitud trabajadora y desheredada.

(“ACCION LIBERTARIA”, núm. 16. Gijón, 31 marzo 1911.)






OBRAS DE AUGUSTO DIDE


“Juan Jacobo Rousseau (El protestantismo y la Revolución Francesa)”


Hace por ahora dos siglos que nació el gran figurante de la demagogia. Fue elocuente, fue escritor prolífico, fue genial; también fue malvado. Dio su nombre al espíritu dictatorial de las multitudes, estrechamente sectario y avasallador. La guillotina no se sació de sangre hasta que en ella cayeron los mismos jacobinos con Robespierre a la cabeza, el hombre más vacuo y más soberbio de la Revolución, leguleyo endiosado y todopoderoso en el momento más trágico de aquella gran revuelta.

Francia acaba de rendir a Juan Jacobo sus fervorosos homenajes. El propio presidente de la República ha ido a inaugurar en el Panteón la tumba en mármoles artísticos del célebre ginebrino. Los escritores han hecho también sus ofrendas al genio. Las damas le han llorado porque supo amar, amar mucho, amar tiernamente, olvidadas de que, el buen Juan Jacobo arrojó sucesivamente a la inclusa los cinco hijos tenidos con su ama de llaves, la infiel Teresa.

El libro de Augusto Dide es de toda oportunidad. Allí está Juan Jacobo de cuerpo entero. Alternativamente católico y protestante, amigo y enemigo de los enciclopedistas, demócrata de nacimiento y aristócrata de vocación, vano y charlatán, literato sin seso, en perpetuo concubinato, neurasténico y finalmente loco, es la vida de este hombre una epopeya y una tragedia, genialidad y demencia, tal y como lo fue también aquel período terriblemente sanguinario de la gran Revolución, saturado de espíritu calvinista, sectario, inquisitorial y malvado.

Juan Jacobo Rousseau no ha muerto. La democracia y hasta el socialismo son jacobinos. Las ideas radicales todas, de nuestros días, están impregnadas de jacobinismo. Los dioses tienen todavía sed. Acaso no está muy lejos otra tragedia. Anatole France, con su mágica descripción del drama acabado, nos inicia en el drama que tal vez empieza. Los dioses tienen sed, y se encarcela, y se espía, y se ahorca, y se fusila, y la democracia también amenaza con la prisión, con el destierro y con la muerte a los futuros rebeldes, todo por la salud del pueblo, por la salud de las naciones, por el bien de la humanidad. Juan Jacobo preside nuestros destinos.

Leed, demócratas, radicales, socialistas, libertarios, leed este buen libro de Dide, que es de una acabada enseñanza, y veréis cómo de la genial, de la incomparable Revolución francesa sólo queda la peste jacobina, la peste inquisitorial traducida al lenguaje revolucionario. Leed, y que de vuestro espíritu se borren hasta los últimos vestigios de esta herencia nefasta en que el genio y la maldad se han juntado para tormento de la especie humana.

Juan Jacobo Rousseau ha sido no más la expresión adecuada de todas las corrupciones, de todas las villanías, de todos los engaños dorados con que la humanidad ha sellado su herencia de servidumbre y de miseria.
(“EL LIBERTARIO”, núm. 1. Gijón, 10 agosto 1912.)






“LA LEYENDA CRISTIANA”


Me parecen las cosas religiosas tan fuera de tiempo, tan lejanas en la historia del mundo que me cuesta trabajo no pequeño leer un libro sobre esa materia aun cuando su objeto sea repudiarla.

La leyenda cristiana, todas las leyendas religiosas las sitúo a enorme distancia de mi estado mental y apenas me explico cómo unos cuantos millones de hombres que se dicen civilizados continúan reverenciando ídolos, tragando mitologías, fomentando devotamente ridículos cultos.

La realidad me dice, no obstante, que el hombre debe ser una gran bestia teológica cuando tan estúpidamente se somete en nuestros días a los mayores absurdos y a las más chocarreras mojigangas. La verdad es que las leyendas triunfan y que la leyenda cristiana prosigue siendo la inspiradora y la reguladora de la vida del mundo llamado civilizado. Pensando así, abrí el libro de Dide, superfluo para unos pocos, necesario indispensable para muchos, sobre todo en un país como España, que hace gala y tiene a orgullo comulgar con sendas piedras de molino.

El libro «La leyenda cristiana» está escrito en lenguaje liso y llano, claro y preciso. Sin apasionamiento ni exageraciones, se demuestra en él cómo la religión imperante, a semejanza de todos sus congéneres, es un tejido intrincado de novelas, de contradicciones, de embustes. Se ha levantado en el curso de los siglos, el artificio de la leyenda cristiana sobre las más estupendas divagaciones. Apenas se puede saber si hubo Cristo, si hubo apóstoles. Los libros que encierran la doctrina son contradictorios, de ignorado origen. Probablemente se reducen a una superposición de leyendas exigidas por las necesidades teológicas de los tiempos.

En fin de cuentas, lo único real es la concreción de una doctrina deprimente y de un poder aplastante gravitando sobre la humanidad dolorida. Y para esta doctrina y para este poder, fluye ya del libro de Dide la serena razón mostrando paso a paso su absurdo y su nefasta influencia. Papista o protestante, el cristianismo Se ha abierto paso en el mundo derramando sangre humana a torrentes, torturando cruelmente, exterminando iracundo hombres y mujeres a millares. La pretendida religión de amor ha sido en todo tiempo el azote de la humanidad.

Para los espíritus libres de la preocupación religiosa, el libro de Dide es un buen arsenal de datos, de motivos, de razones que prueban concluyentemente que el cristianismo es una leyenda. Para los creyentes y los vacilantes será, por lo menos, el juicio imparcial de un hombre que rinde fervoroso culto a la razón.

No habla en él el partidario; habla el crítico, el hombre de estudio. Diríamos mejor si dijéramos que son los hechos mismos los que hablan con incontrastable elocuencia.

Nuestro amigo Prat ha prestado un buen servicio al libre pensamiento traduciendo «La leyenda cristiana».


(“EL LIBERTARIO”. núm. 19. Gijón 14 diciembre 1912.)






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